CAPITULO XIII
Con Celeste éramos algo así como novios, nos habíamos enamorado y no podíamos prescindir el uno del otro. El amor era un sentimiento tan extraño y nuevo que no sabía qué hacer con él. Me dominaba completamente. Todo lo que pensaba acerca de mi necesidad de aislamiento dejaba de ser claro para mí. Quería que compartiésemos cada momento, la soledad que antes protegía con celo me resultaba tediosa. Mis horas de angustia habían terminado por una pequeña de ojos azules que jugaba al hockey y quería matar a su padre.
Lo malo que encontraba en este amor era la necesidad irrefrenable de estar junto a ella. Saciar tanto deseo parecía imposible. Dependía de sus palabras y de sus movimientos, y cuando no la sentía cerca veía cuan vacía era mi vida, porque Celeste no me completaba sino que era todo en mí.
Lamentablemente, no podía acompañarme los viernes en Palmira, debido a que allí no la hubieran dejado entrar por ser menor de edad. Después de medianoche no se permitían menores en ninguna parte, por lo cual, una de esas noches nos separamos y nos despedimos hasta el día siguiente.
La mayor parte de mis compañeros estaban en ese boliche. Con el Hipo y otros más comenzamos a tomar cerveza, como era barata tomamos muchas. La cerveza por sí sola no me hacía efecto, pero antes de entrar había tomado vino y antes de que me diera cuenta ya estaba bastante mareado.
El vino más barato que recuerdo haber bebido fue uno blanco en tetra brik llamado “El arriero”, costaba cincuenta centavos y no puedo recordar a qué sabía. El envase mostraba una foto en blanco y negro de una vaca.
Tirado en el piso, alguien de seguridad hizo un ademán para que me levantara. En realidad, no estaba tirado sino sentado con las piernas extendidas con intención de entorpecer el tránsito.
Hasta las tres de la madrugada la música que pasaban era rock nacional, y después, todo era cumbia. Mi presencia allí era un flagelo insoportable. Precisamente, después de las tres, mi estado de embriaguez comenzaba a oscurecer todo lo que había de bueno en mí. El alcohol que antes servía para divertirme, me devolvía a una realidad mucho más deplorable que la que vivía cotidianamente.
El karaoke, invento japonés, también tenía su espacio en ese boliche. Era cansador, y tan solo divertía a los amigos del que se animaba a cantar. Muy afortunado me consideraba por ser un bebedor social. Esas situaciones requerían de mi total falta de lucidez.
Lo que me convertía en un bebedor social, era el deseo de desprenderme de las personas que me rodeaban. Estaba convencido de que nunca me convertiría en un bebedor solitario, porque ese paso me destruiría. Nada más tomaba alcohol para pasarla bien y simular cuando no lo estaba. La vida era mucho más fácil cuando me emborrachaba, mi pasado se extinguía y desconocía lo que podría llegar a ser el futuro. Encontraba nuevos mejores amigos adonde viese, y las chicas parecían más lindas, aún con el peor maquillaje. Descubrí que el borracho es aceptado por la mayoría, siempre y cuando esté plenamente alegre y lleno de energía, de lo contrario, es dejado a un lado o en el peor de los casos abandonado en un terreno baldío. Mi caso se correspondía con los dos ejemplos anteriores. Hasta las tres de la madrugada me divertía como los demás, pero inmediatamente pasada esa hora, me embargaba una tristeza enorme. Todos notaban mi expresión, mi rostro era rígido y mi mirada perdida, como un cadáver fresco, recientemente asesinado.
Al terminar la larga noche, salimos de Palmira y cruzamos hasta una estación de servicio. Andrea y Cristina hicieron un comentario acerca de mí, aunque no alcancé a escuchar bien lo que dijeron. Luego, sentados adentro de la estación, Andrea me dijo: “¿Por qué no te tomás un café?”. Lo que quería era tomar más vino para luego tirarme al mar y morirme.
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Excelente, como siempre, a ver cómo continúa este segundo libro. Un saludo.
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