CAPITULO VIII
¿Cuánto tiempo tenía que pasar para que mi cuento dejara de gustarme? No mucho. Debía reconocer que algunas cosas eran rescatables, pero mi autocrítica siempre fue muy severa. El argumento no era gran cosa.
Una mujer era retenida en un sótano, atada de pies y manos a una silla. El frío que sentía era intenso y le erizaba la piel. Ella escuchaba una voz, la de su raptor. Este era un hombre que gustaba de pensar en voz alta, y eran precisamente sus pensamientos los que la mujer escuchaba. El sótano era el de una casa ubicada a pocos metros de la playa. Allí vivía aquel hombre, que utilizaba su sótano para mantener ocultas a sus víctimas. El patrón que unía a todas esas mujeres era el color de sus ojos, todas ellas tenían ojos azules. Era eso lo que lo atraía hacia ellas, porque su fallecida esposa tenía el mismo color de ojos, y cualquier mujer que se la recordase caía en el sótano. El destino de ellas quedaba en sus manos, y en un cuchillo afilado con el que extraía del cuerpo con vida los ojos de esas mujeres.
No pasaba más que eso, era una historia de terror con un demente como protagonista. No había castigo para el asesino, nada se interponía en su camino y ninguna cosa cambiaría en el futuro. Así de horripilante.
Los ojos de Celeste eran azules, como los de la mujer del cuento. Pero no pensaba en ella mientras escribía, sólo en sus ojos. Nunca había escrito un poema, así que no sabía si podía escribir un poema de amor sobre sus ojos. Tampoco sentía muchos deseos de hacer algo así, por lo que un cuento de terror fue lo mejor que pude escribir. Quise mantenerla atada, saber que podía hacer cualquier cosa con ella, divertirme con su sufrimiento.
El lunes nos vimos en la escuela. Éramos distintos durante el día, aunque tal vez no fuera la luz del sol lo que nos cambiaba, sino más bien estar dentro de la escuela.
Los recreos duraban por regla diez minutos, pero siempre se extendían a quince, nada interesante pasaba en ellos, ya que nunca alcanzaba el tiempo para que sucediera algo. En uno de esos recreos nos encontramos. Crucé el patio, que era uno de los más feos que podían haber hecho, metros cuadrados de cemento que incrementaban la desazón.
- Hola, Martín.
- Hola, ¿cómo andás?
- Bien, ¿y vos?
- No sé, me quiero ir de acá.
- Como todo el mundo.
- Podemos escaparnos.
- Capaz que otro día. ¿Hiciste algo el fin de semana? Además del viernes.
- Eh… sí, escribí un cuento. Hacía mucho que no me salía nada.
- ¿De qué trata?
- Es un cuento de terror.
- Me tenés que pasar algo de lo que escribís.
- No es gran cosa, no te estás perdiendo de nada.
- Dejá que lo juzgue yo, por lo menos. Decime, ¿vos vas a bailar?
- No, no me gusta. Me siento mal en esos lugares.
- ¿Por qué? ¿Qué tienen?
- Nada… Pero ver gente bailar no me divierte. Todos parecen pasarla bien y me siento bastante desubicado por no divertirme.
- Pero tampoco sabés bailar.
- No. Si no me gusta ver gente bailar, no voy a disgustar a alguna otra persona que sea como yo poniéndome a bailar.
- ¿Hay otros como vos?
- Debe haber alguno aunque personalmente no conozco a nadie.
- ¿Cómo te va acá en la escuela? ¿Bien?
- Más o menos. Nunca me va bien. ¿Y a vos?
- Bien.
- Seguro que estás todo el día estudiando.
- No, nada que ver. Supongo que tengo suerte y por eso me va bien.
- Yo nunca tuve suerte. Y eso de tener que conseguir las cosas con esfuerzo, cada vez me gusta menos.
- Pero lo que conseguís con esfuerzo lo disfrutás más.
- Lo que pasa es que yo ya no disfruto de ninguna cosa, ni de lo que me toca por casualidad, ni de lo que logro con esfuerzo.
- ¿Habrá otros que sentirán lo mismo que vos?
- Debe haber, no estoy seguro.
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