Un Poema Casi Inventado

miércoles, 24 de junio de 2009

IV

CAPITULO IV

Pronto me habitué a esa nueva rutina ya olvidada. Nada había cambiado en el trayecto que unía mi casa con la escuela. El camino de ida lo hacía en colectivo y para regresar, casi siempre caminaba. Era el único deporte que practicaba.
Los primeros días de clase eran los más insulsos, servían más que nada para conocer a los nuevos profesores y a los nuevos compañeros. A la mayoría de los profesores los conocíamos hace años, y los compañeros nuevos no eran más que dos, uno tenía el aspecto de un topo y el otro era un gordo que no llamaba la atención a primera vista.
En la segunda semana comenzamos a cursar educación física, una materia que ya no entusiasmaba a nadie por el hecho de que consistía, solamente, en jugar al fútbol una hora. No valía la pena levantarse para eso. El profesor era evangelista y en el stereo de su camioneta escuchaba música gospel, también nosotros la escuchábamos porque se estacionaba junto a la embarrada canchita de fútbol. Tenía ideas contra el pelo largo pero eso no iba a hacer que me lo cortara.
Una de esas mañanas vi a una de las chicas que hacía gimnasia en el mismo “campo de deportes” donde nos encontrábamos nosotros, me detuve a verla prácticamente durante toda la hora. Como yo ni siquiera jugaba al fútbol, podía darme el lujo de quedarme sentado mirándola, hasta que fuera hora de irme, habiendo cumplido con mi asistencia.
La chica era de otro curso y había ingresado ese año porque antes no la había visto. Era linda, rubia, de muy linda cara, aunque algo niña todavía. A mí me parecía que lideraba su grupo de amigas, tal vez por ser la más linda de todas. Ella y sus compañeras corrían alrededor del campo llevando un ritmo lento.
Así fue como se me pasó la hora. Al menos durante esa clase había encontrado algo para hacer.
Dio la casualidad de que no fuera yo el único en verla, también puso su interés en ella el Hipo, aunque no era increíble que lo hiciera. Hipo estaba constantemente alerta a la presencia femenina que rondara a su alrededor, su calentura así se lo exigía.
Cuando el partido había finalizado y todos se dirigían a tomar agua de una mísera canilla, el Hipo notó la presencia de esa chica. Como su contemplación no podía ser silenciosa, buscó a alguien con quien comentar lo que veía.
Dirigiéndose a Hugo le dijo:
- Che, mirá esa mina.
- ¿Cuál?
- La rubia esa – la señaló extendiendo su brazo.
- Sí, ¿qué tiene?
- Está buenísima.
- Boludo, esas minas deben tener 14 años.
- No, no puede ser, mirá lo que es. ¿Cómo va a tener 14 años?
- ¡Preguntáles! – Sugirió Hugo con su habitual tono de enfado, que adoptaba cuando una conversación no le interesaba.
- No, preguntáles vos.
- Preguntáles vos, ¿qué te van a decir?
Hipo se acercó a las chicas que también estaban a punto de irse.
- Chicas, ¿cuántos años tienen ustedes? – Finalmente les preguntó.
Se quedaron mirándolo y le respondieron:
- Catorce.
La mente del Hipo se aturdía con facilidad por lo que sólo atinó a tocarse la nuca con la mano derecha y darse media vuelta.
- No, boludo, no puede ser – le dijo a Hugo nuevamente.

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